jueves, 25 de noviembre de 2010

Huevo para el perro.

Le dije que no le diera más huevo al perro, sin embargo ella insistía en darle, desde hacía dos días, en cada oportunidad de comida, huevo. Esa mañana, como casi todas las mañanas, desperté con resaca, los lengüetazos del perro en mi cara, sabían y olían a huevo. Mis facultades no fueron suficientes para impedir que el perro se diera gusto con el sabor de mi barba. Cuando no hubo más opción que levantarme, me le acerqué mientras decoraba su rostro frente al espejo y, girandola de manera brusca y torpe hacia mi, la besé. "Sabes a huevo" fue su respuesta a mi arrebato de romanticismo. "Es tu culpa, deja de darle huevo al perro".

Son de mal agüero...

"Son de mal agüero", gimió el despachador de la gasolinera mientras colocaba la manguera en la boca del tanque de mi auto para llenarlo de gasolina e intentaba defenderse del ataque de una de esas palomillas negras de alas grandes y que se les conoce por ser de mal agüero, asentí y encendí mi cigarrillo.

La importancia de los perdedores.

Sin gente como nosotros, los perdedores, no habría gente como ustedes, los exitosos, los que triunfan, los que disfrutan, los que festejan. Sin nosotros ustedes son como nosotros. Si nosotros no perdieramos esas pequeñas batallas diarias, esas en las que ustedes pasan primero en un semáforo, suben primero a un autobús, pagan primero en una tienda, consiguen el último galón de leche, se forman primero en la fila, obtienen una mejor nota, un mejor puesto, una mejor mujer, un mejor auto. Sin nosotros, a los que nos restriegan en la cara su auto, su mujer, sus notas, sus premios, su dignidad al pasar primero, su burla hacia los que vamos detrás, sin nosotros, ustedes están solos, pierden. Para nosotros no hay mayor premio de consolación que ver que ustedes festejan ampliamente al vencernos, eso nos indica que fuimos rivales dignos, por eso es que ahora nosotros los que los hacemos ganadores, les pedimos que festejen cada triunfo, ya sea un campeonato, un jugoso premio o el primer lugar en la fila, festéjenlo y festéjenlo en grande, solo así nos rendirán el respeto que como contrincantes de cualquier justa nos merecimos cuando fuimos derrotados, sin embargo, no olviden que somos los que, desde abajo o desde atrás, digna o indigamente, esperamos que tropiecen, caigan, choquen o se corrompan para obtener nuestra dulce venganza. Nosotros los perdedores.

No todos los domingos somos iguales.

No sé que haces tú en Domingo, yo hago nada. Es mi día disponible, puedo hacer cualquier cosa o puedo sentarme a ver pasar la vida, acostarme a dormir un rato en horas en las que la gente no acostumbra dormir, leer continuamente hasta devorar un libro. Sin embargo este Domingo decidí salir a realizar un par de diligencias y me topé con que la batería de la camioneta estaba muerta. "La tormenta de anoche ha generado mucho trabajo por lo que el tiempo de espera es de alrededor de 3 horas" fueron las palabras de la señorita de la asistencia vial al teléfono, no me quedó más que esperar. Cuando por fin arribó el tipo con la ayuda para recargar mi batería, me reveló que sería necesario cambiarla por una nueva ya que la mía estaba evidentemente dañada, "dele un par de vueltas a la camioneta para ver si carga su batería porque si la apaga ahorita me va a tener que volver a llamar en un rato porque no le va a volver a prender", seguí la sugerencia del tipo, malhumorado ya por la espera y la noticia de que tendría que cambiar el acumulador, salí del estacionamiento del edificio, no logré completar una sola vuelta, la batería falló de nuevo dejando varado el vehículo justo frente a la puerta del estacionamiento, por lo menos necesitaba moverlo de ahí para que no estorbara más, imposible, no volvió a prender. La llamé por el interfón, perdiendo todos los estribos por la serie de acontecimientos desastrozos que habían empujado mi Domingo a ser fatídico, para pedirle su ayuda, no, corrijo, exigirle su ayuda, no podía ser posible que yo la estuviera pasando tan mal mientras ella seguía reposando el desayuno. El par de minutos que le tomó ponerse algo de ropa encima y bajar corriendo con el perro en brazos, y más eso, verla llegar con el perro en brazos, para que me ayudara a empujar la camioneta fue lo que me desquició, comencé a gritar, patalear, como un berrinche del niño con juguete descompuesto. De mala gana conseguimos estacionar la camioneta, ella se bajó muy indignada con el perro en brazos y yo, yo me quedé ahí viéndola como entraba de nuevo a nuestro apartamento. Cerré la camioneta y busqué una justificación para mis malos tratos hacia ella, al final incluso evalué la posibilidad de responsabilizarla por la falla del automotor, evidente falacia, no me quedó más que aceptar mis errores y no volver a pecar de esa manera, ahora no solo tenía una camioneta averiada y una batería inservible, también tenía un pleito con ella. Crucé la calle y justo cuando alcanzaba la banqueta, una camioneta que pasaba se frenó a mis espaldas, era una pick-up de un par de décadas atrás o más tal vez, de ella bajó un tipo que era quién la conducía y por la otra puerta bajó una señora con una niña pequeña, el tipo me suplicó atención, sacando su cartera, acelerado, con la voz resquebrajada, me dijo que a suotra  hija la trasladaban de emergencia en una ambulancia y que no tenía dinero para nada, me pidió cincuenta pesos, rogando y prometiendo que los pagaría tan pronto pudiera pero que necesitaba ese dinero, yo, que no llevaba efectivo encima pero si una afección emocional severa por el tono en el que me pedía las cosas, le dije que iría al departamento a buscar algo de dinero para darle, que esperara. El tipo esperó, con su camioneta encendida a la mitad de la calle bloqueando el paso a cualquier vehículo que intentara circular por ahí. Subí y le pedí doscientos pesos a ella, ella vio la urgencia en mi cara y me los dio. Salí rapidamente y se los di al tipo, el los rechazó, me dijo que era demasiado, que no podría pagármelo, yo insistí y él con lágrimas en los ojos me agradeció y salió corriendo a buscar a la pequeña que tripulaba alguna ambulancia de la ciudad. Prometió volver y saldar su deuda. Yo, parado ahí, viéndolo partir, pensé en todas las pequeñas estupideces que a lo largo de mi Domingo me habían estado fastidiando el día y cómo después yo mismo me provoqué un problema con ella. Cuando menos lo esperaba, la vida vino y me abofeteó esperando enseñarme que no todos los domingos de cada uno de nosotros son iguales, hay Domingos miserables y Domingos de hacer nada. Sin duda, no todos los Domingos somos iguales.