jueves, 25 de agosto de 2011

El día que el mundo dejó de burlarse.

Siempre me burlé de todos. Incluso de las cosas más comunes buscaba un motivo o un contexto para que me parecieran ridículas, sin sentido para mi lógica, para mi mundillo. Así como yo, todos se convirtieron en “showman” de su pequeño e íntimo espectáculo de comedia sobre los demás. Sobre todos los que nos rodeaban. Así fue como todo empezó. Los poderosos y acomodados se reían de los jodidos. Los jodidos se reían de las estúpidas preocupaciones de las esposas de los ricos. Los heterosexuales de los homosexuales, los homosexuales de los fanáticos religiosos de mente cerrada y de sus parejas insatisfechas, infelices. Los devotos de los pobres ateos. Los famosos de los desconocidos y los desconocidos de los escándalos que los famosos protagonizaban con tal de conservar su estatus. Los seguidores del equipo de fútbol vencedor de los derrotados y los derrotados de cualquier forma encontraban a alguien de quien burlarse. Así fue como nos encerramos, nos individualizamos y nos volvimos solitarios. De vez en cuando nos abríamos con alguien cercano, pero solamente para compartir la burla sobre algún tercero. Algunas burlas eran tan ácidas que comenzaron a repercutir severamente en la sociedad. Los que eran sorprendidos en algún acto vergonzoso preferían terminar con su vida antes que tolerar su imagen expuesta en cualquier medio, o en todos. Más gente comenzó a morir por su propia mano que incluso los escandalosos números de víctimas que involucraban al crimen organizado. Hace más de cien años que se reportó el suicidio de un joven estudiante después de ver un video que lo captó besándose con su pareja sentimental y compañero de cuarto. Nadie sabía hasta ese momento las preferencias sexuales del chico, tal vez ni él las tenía claras. Hoy alrededor del mundo la principal causa de muerte es a mano propia. No hay una vacuna contra el suicidio. Todos sabemos que algo anda muy mal y nadie hace nada. Nos importa demasiado lo que piensan los demás como para hacer algo, nadie quiere ser el centro de atención, nadie quiere ser el blanco de las burlas. Todos sabemos que si nos equivocamos podemos terminar ahorcados en cualquier recámara de nuestra casa, ahogados en alguna tina, con un tiro en la sien y las manos repletas de pólvora. Ya no se ve más producción de nada. Los artistas, hartos de ser la comidilla de los críticos, pararon de pintar, fotografiar, escribir, cantar, componer. Al no poder expresarse como usualmente lo hacían, todos los demonios y musas los carcomieron por dentro. Desaparecieron. Los maestros no toleraron más los apodos que sus alumnos les acomodaban por sus errores, sus aciertos o su mero físico. Los alumnos nos pudieron lidiar con sus inseguridades y las escuelas quedaron abandonadas. El resto de la gente dejamos de confiar en los demás y los demás hicieron lo propio. Ciertamente nuestra tierra ganó. Mi padre me contaba que cuando era niño, la naturaleza estaba por desparecer, era inminente la extinción de cientos de especies animales. Hoy la naturaleza nos envuelve. Hace cien años se decía que si las abejas se extinguían la vida en el planeta Tierra se acabaría en menos de cuatro años, en cambio, si la raza humana se extinguía el resto de las especies animales, la vegetación y cualquier forma de vida con domicilio en esta ubicación de la vía láctea se vería beneficiada. Hoy comprobamos esa hipótesis. Cien años tardó la tierra en reverdecer, cien años tardamos en destruirnos. Cada día que pasa nos acercamos, los que quedamos, a un nivel de locura asfixiante. Ya no queda más con que distraernos que con viejos libros de escritores que ya están muertos y a quienes poco les importa ser criticados, películas que reflejan un modo de vida que no existe más y que probablemente no volverá. Quienes dominan este lugar son los comediantes. Son aquellos a los que no les importó que la gente se riera de ellos, de lo que hacían. Entonces, y esto es lo que me ha animado a escribir estas líneas, entonces fue cuando yo, tan solitario, aislado e insignificante hice algo ayer por la mañana. Me desperté repasando lo que ya les he platicado y decidí ir contra la norma socialmente aceptada por todos los seres humanos que aun poblamos este planeta. Decidí dirigirle la palabra a una mujer, intenté, y recalco el intenté porque fue un intento, por cierto terrible, entablar una conversación. Llevamos más de quince años sin dirigirnos la palabra, por el miedo, por la vergüenza, por estúpidos. La saludé envalentonado esperando lo peor, ella primero balbuceo, guardó silencio un momento y justo cuando pretendía olvidarme del asunto, diagnosticar a la raza humana como una causa perdida y pegarme un tiro con la única bala que le queda a la vieja Smith and Wesson que mi padre usó para quitarse la vida, ella respondió mi saludo. No paso más, el día transcurrió como todos los días, vagué un rato escondiéndome de las miradas de los demás pero seguro de que mi encuentro de la mañana pararía tan solo en la crítica de la mujer. Por la noche volví a mi casa y no pude dormir pensando en su expresión de sorpresa y su balbuceo y su saludo. La mañana me alcanzó despierto y después de acicalarme esperé a que la mujer hiciera su aparición como todos los días. Cuando la vi venir salí a su encuentro. Cruzamos las miradas y nos saludamos al mismo tiempo. Continuamos unos pasos más y volvimos esos mismos pasos. Nos miramos de nuevo y comenzamos a hablar. Descubrimos que teníamos cosas en común y acordamos cuidarnos para que el resto no supiera sobre este par de encuentros y los que seguramente tendríamos. Tuvimos una despedida amable un par de horas después de estar hablando y escuchándonos. Al irme a casa supe que la mujer guardaría nuestro secreto. Ella podía estar segura de que yo lo haría. Volvimos a confiar en alguien.

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