viernes, 11 de febrero de 2011

Anatomía de un choque.

Tomé la curva, giré el volante un poco de más. Sentí como la línea de boyas pasaba por debajo de las llantas haciéndome perder el control. Me lanzó del otro lado de la avenida. De pronto lo que había dejado atrás lo tenía de frente. El camellón que tenía a la izquierda ahora estaba a la derecha y el muro, ese muro de piedras de mi izquierda ahora lo tenía estrellándose contra el costado derecho del auto. Finalmente, el asfalto quedó en mi cabeza y el cielo negro de la noche quedó bajo mis pies. Y yo, yo solo me repetía cómo era posible que esto me estuviera pasando a mí. Ese tipo de accidentes no me pasan a mí, le pasan a los demás, pero no a mí. Como pude salí arrastrándome del coche. Lo que vi a continuación fue un puñetazo de la vida directamente a mi cara. El auto estaba destruido y yo estaba parado a un lado. Me revisé, de pies a cabeza, nada dolía más que el ego, ahora sabía que esas cosas también me pasan a mí, que yo también me equivoco, a veces demasiado. Sabía que nada me dolería en ese momento, pero la mañana siguiente los dolores aparecerían. Había escrito sobre eso que justo había titulado “el efecto accidente”. Una mujer se acercó y me pidió que me sentara. Pidió un reloj al resto de las personas que se habían detenido a ver lo ocurrido. Era para revisar mi pulso. Le di el mío. Amigo, tu reloj está parado. Estoy bien, de verdad. Caminé en círculos alrededor del auto. No podía creer que hubiera salido ileso de ahí. No podía creer muchas cosas. A la mañana siguiente no podía creer que fuera solamente una costilla rota y una severa lesión en el ego.