A las cinco y catorce minutos de la  tarde despegó el avión de la Ciudad de México, a las siete y veintitrés  aterrizó en Madrid. El desembarco fue en la nueva terminal cuatro. En mi  caso no sólo la T4 es nueva, todo es nuevo, incluso la incomodidad del  avión, los pequeños platos con las porciones raquíticas, la pantalla en  el respaldo del asiento frente a mí, las cobijas y las pequeñas  almohadas.
Una vez abajo del avión trato de ocultar  mi sorpresa por detalles como el piso con bandas corredizas que te  evitan el esfuerzo de caminar, los carritos, similares a los de los  supermercados, donde la gente coloca sus maletas y así no tiene que  cargar con nada o la necesidad de tomar un tren para llegar a la salida.
Todas las personas que hacen este viaje  suelen sentirse superiores al resto de los mortales, gente de mundo,  adinerados que pueden viajar a Europa. Yo no pertenezco a esa grey de  tocados por la fortuna, pero soy capaz de poner esa cara de inmerecido  por el resto, todo sea por no desentonar con el grupo. Probablemente  esté haciendo el ridículo, nadie puede negar el código postal del que  proviene, decía mi viejo.
A diferencia de los equipajes superiores  a veinte kilos que todos llevan, yo he documentado solamente una  pequeña maleta de catorce kilos. Nadie puede imaginar que esos catorce  kilos y trescientos gramos contenidos en mi única pieza de equipaje, es  todo lo que poseo. El saco que utilizo pareciera estar de moda pero la  realidad es que fue lo único que encontré en el antiguo armario de mi  viejo que me cubriera del frío. Los pantalones de mezclilla no son caros  y los tennis que me llevan son una imitación de converse. La camisa  también la encontré en uno de los cajones de mi padre. Él nunca salió de  México, por lo menos no vivo. Ahora estoy yo acá, buscándole. A  diferencia del resto de mis compañeros viajeros, yo empeñé o vendí todo  lo que tenía para poder subirme en ese avión. Nunca me imaginé que  viajaría a Europa, pero mucho menos me imaginé que tendría que venir por  esta razón. Es cierto que el viejo era bien parecido y que carecía de  facciones que lo distinguieran como ejemplo de la raza de bronce, pero  confundirlo con un español y repatriar su cadáver por error a un país  que no es el suyo me parece una exageración.
Haber llegado hasta acá ha requerido el  caminar de un tortuoso trámite con una docena de funcionarios del Seguro  Social, aceptaron pagar la verdadera repatriación de mi padre, pero el  gobierno español requirió para completar la petición, que un familiar  viajara a Madrid a reconocer el cuerpo para evitar un nuevo  malentendido.
Espero frente a una banda que gira en  círculos mientras reparte el equipaje de todos los que bajaron del avión  conmigo. Mis catorce kilos no aparecen. Iberia se llama la aerolínea  que maneja todo el equipaje de las aerolíneas mexicanas que viajan acá.  Un tipo medio calvo, de barba delineada con sumo cuidado y con acento  español se queja sobremanera mientras espera, un turno antes de mí, a  que la señorita regordeta detrás del mostrador lo atienda, yo espero en  la fila. Él me enumera indignado la lista de marcas que componen su  equipaje, trajes, corbatas, camisas y zapatos de casas de diseño que son  totalmente desconocidas para mí. Me preocupa un poco que descubra que  mis tennis no son converse, me tranquiliza saber que son una muy buena  imitación, eso y que la presencia del tipo es requerida en el mostrador.  El tipo grita, agita los brazos un par de veces, habla tan rápido y con  ese acento español que poco entiendo, creo que si desea recuperar los  tres mil euros en ropa que me dijo hace un momento que contiene su  equipaje debiera hablar más despacio.
El viejo me enseñó eso, en el pedir está  el dar. El tipo es despachado con un papel en la mano. La regordeta  después de escuchar la descripción de mi equipaje me señala la banda que  da vueltas en círculo y una última maleta girando sola en ese extraño  carrusel, abandonada. “Probablemente hayan hecho una revisión de rutina  con su equipaje y por eso ha tardado más en salir” argumenta una  señorita que me requiere el comprobante de propiedad de mi pieza  documentada. Yo solamente pienso que, de haber perdido este pequeño  papel, podría enumerarle todos los objetos que contiene el velís.
Parece que todos en este país están  molestos, la regordeta, el tipo de migración, el personal de la  aerolínea, todos hasta ahora. Es como volver a vivir el trámite para  conseguir el pasaporte mexicano, todos los funcionarios molestos,  inconformes, urgidos por esparcir esa inconformidad al ciudadano.
Al salir por fin del aeropuerto me topo  con una persona que ostenta una hoja de papel con mi nombre escrito en  ella. “Zeñor Garzia” suenan sus palabras, me informa que es el chofer de  la embajada mexicana y que me llevará directamente al ministerio de  salud a realizar unos trámites para la repatriación de los restos de mi  padre. Se arma un pequeño discurso de disculpa por el penoso incidente y  además me indica que ha sufrido una confusión pues pensaba que yo  desembarcaría en la T4 pero que posterior a su llegada al aeropuerto le  han indicado que la T4 aun no cuenta con un punto de inspección  migratorio. Ahora entiendo porqué tuve que tomar un tren que me llevara a  otra terminal. Todo esto le sirve como pretexto para hacerme entender  que tendremos que caminar para llegar a su automóvil. Estacionado en uno  de los aparcamientos de la T4. Con mis catorce kilos y trescientos  gramos a cuestas comienzo la caminata. Mañana será año nuevo y yo lo  pasaré solo en una ciudad desconocida de un continente que no es el mío,  buscando a mi padre, esperando que me entreguen sus restos para poder  regresar juntos a México, con un frío que nunca había sentido. Hace días  que dejé de quejarme por el incidente. Pasar las navidades deshechos  nos ha hecho indiferentes a todos en la casa. Mi madre incluso es  indiferente al hambre, en pocos días ha perdido tanto peso y ganado  tantos años que me resulta irreconocible a veces. Su aroma es lo único  que me revela que sigue siendo ella. Son las ocho cuarenta y nueve de la  mañana y no sé porque me obsesiona el saber la hora. Mientras el avión  aterrizaba yo ajusté mi reloj a la hora que indicó la voz en las bocinas  “la hora local siete y veinte”. Ese fue otro detalle que me sorprendió,  la cantidad de horas que tuve que mover mi reloj, de pronto le restaban  horas a mi vida.
Miré de nuevo el viejo reloj que traía  en la muñeca, única herencia de mi padre, marcaban las ocho cincuenta y  ocho de la mañana y el tipo buscaba desesperado el automóvil en el  estacionamiento. Pienso en la probabilidad de que si este tipo es  gallego la fama que les precede en todo el mundo sea poco más que un  mero rumor. “Ya, venga que esta detrás de aquella furgoneta Renault”,  con su acento español. Caminé hacía donde me indicaba, pude notar que  había un tipo dormido en el automóvil siguiente al nuestro, tenía  aspecto de no ser español, más bien parecía mexicano o de algún país  latino, “Ecuador” pensé. “Venga déme su equipaje que ya lo ponemos por  acá”. Al cerrar la cajuela del auto, la furgoneta Renault estacionada a  un lado hizo explosión. Son las nueve y un minuto del treinta de  Diciembre del dos mil seis. Al parecer el viejo y yo nos quedaremos a  descansar en Madrid.