viernes, 9 de diciembre de 2011

Mi viejo en Madrid.

A las cinco y catorce minutos de la tarde despegó el avión de la Ciudad de México, a las siete y veintitrés aterrizó en Madrid. El desembarco fue en la nueva terminal cuatro. En mi caso no sólo la T4 es nueva, todo es nuevo, incluso la incomodidad del avión, los pequeños platos con las porciones raquíticas, la pantalla en el respaldo del asiento frente a mí, las cobijas y las pequeñas almohadas.
Una vez abajo del avión trato de ocultar mi sorpresa por detalles como el piso con bandas corredizas que te evitan el esfuerzo de caminar, los carritos, similares a los de los supermercados, donde la gente coloca sus maletas y así no tiene que cargar con nada o la necesidad de tomar un tren para llegar a la salida.
Todas las personas que hacen este viaje suelen sentirse superiores al resto de los mortales, gente de mundo, adinerados que pueden viajar a Europa. Yo no pertenezco a esa grey de tocados por la fortuna, pero soy capaz de poner esa cara de inmerecido por el resto, todo sea por no desentonar con el grupo. Probablemente esté haciendo el ridículo, nadie puede negar el código postal del que proviene, decía mi viejo.
A diferencia de los equipajes superiores a veinte kilos que todos llevan, yo he documentado solamente una pequeña maleta de catorce kilos. Nadie puede imaginar que esos catorce kilos y trescientos gramos contenidos en mi única pieza de equipaje, es todo lo que poseo. El saco que utilizo pareciera estar de moda pero la realidad es que fue lo único que encontré en el antiguo armario de mi viejo que me cubriera del frío. Los pantalones de mezclilla no son caros y los tennis que me llevan son una imitación de converse. La camisa también la encontré en uno de los cajones de mi padre. Él nunca salió de México, por lo menos no vivo. Ahora estoy yo acá, buscándole. A diferencia del resto de mis compañeros viajeros, yo empeñé o vendí todo lo que tenía para poder subirme en ese avión. Nunca me imaginé que viajaría a Europa, pero mucho menos me imaginé que tendría que venir por esta razón. Es cierto que el viejo era bien parecido y que carecía de facciones que lo distinguieran como ejemplo de la raza de bronce, pero confundirlo con un español y repatriar su cadáver por error a un país que no es el suyo me parece una exageración.
Haber llegado hasta acá ha requerido el caminar de un tortuoso trámite con una docena de funcionarios del Seguro Social, aceptaron pagar la verdadera repatriación de mi padre, pero el gobierno español requirió para completar la petición, que un familiar viajara a Madrid a reconocer el cuerpo para evitar un nuevo malentendido.
Espero frente a una banda que gira en círculos mientras reparte el equipaje de todos los que bajaron del avión conmigo. Mis catorce kilos no aparecen. Iberia se llama la aerolínea que maneja todo el equipaje de las aerolíneas mexicanas que viajan acá. Un tipo medio calvo, de barba delineada con sumo cuidado y con acento español se queja sobremanera mientras espera, un turno antes de mí, a que la señorita regordeta detrás del mostrador lo atienda, yo espero en la fila. Él me enumera indignado la lista de marcas que componen su equipaje, trajes, corbatas, camisas y zapatos de casas de diseño que son totalmente desconocidas para mí. Me preocupa un poco que descubra que mis tennis no son converse, me tranquiliza saber que son una muy buena imitación, eso y que la presencia del tipo es requerida en el mostrador. El tipo grita, agita los brazos un par de veces, habla tan rápido y con ese acento español que poco entiendo, creo que si desea recuperar los tres mil euros en ropa que me dijo hace un momento que contiene su equipaje debiera hablar más despacio.
El viejo me enseñó eso, en el pedir está el dar. El tipo es despachado con un papel en la mano. La regordeta después de escuchar la descripción de mi equipaje me señala la banda que da vueltas en círculo y una última maleta girando sola en ese extraño carrusel, abandonada. “Probablemente hayan hecho una revisión de rutina con su equipaje y por eso ha tardado más en salir” argumenta una señorita que me requiere el comprobante de propiedad de mi pieza documentada. Yo solamente pienso que, de haber perdido este pequeño papel, podría enumerarle todos los objetos que contiene el velís.
Parece que todos en este país están molestos, la regordeta, el tipo de migración, el personal de la aerolínea, todos hasta ahora. Es como volver a vivir el trámite para conseguir el pasaporte mexicano, todos los funcionarios molestos, inconformes, urgidos por esparcir esa inconformidad al ciudadano.
Al salir por fin del aeropuerto me topo con una persona que ostenta una hoja de papel con mi nombre escrito en ella. “Zeñor Garzia” suenan sus palabras, me informa que es el chofer de la embajada mexicana y que me llevará directamente al ministerio de salud a realizar unos trámites para la repatriación de los restos de mi padre. Se arma un pequeño discurso de disculpa por el penoso incidente y además me indica que ha sufrido una confusión pues pensaba que yo desembarcaría en la T4 pero que posterior a su llegada al aeropuerto le han indicado que la T4 aun no cuenta con un punto de inspección migratorio. Ahora entiendo porqué tuve que tomar un tren que me llevara a otra terminal. Todo esto le sirve como pretexto para hacerme entender que tendremos que caminar para llegar a su automóvil. Estacionado en uno de los aparcamientos de la T4. Con mis catorce kilos y trescientos gramos a cuestas comienzo la caminata. Mañana será año nuevo y yo lo pasaré solo en una ciudad desconocida de un continente que no es el mío, buscando a mi padre, esperando que me entreguen sus restos para poder regresar juntos a México, con un frío que nunca había sentido. Hace días que dejé de quejarme por el incidente. Pasar las navidades deshechos nos ha hecho indiferentes a todos en la casa. Mi madre incluso es indiferente al hambre, en pocos días ha perdido tanto peso y ganado tantos años que me resulta irreconocible a veces. Su aroma es lo único que me revela que sigue siendo ella. Son las ocho cuarenta y nueve de la mañana y no sé porque me obsesiona el saber la hora. Mientras el avión aterrizaba yo ajusté mi reloj a la hora que indicó la voz en las bocinas “la hora local siete y veinte”. Ese fue otro detalle que me sorprendió, la cantidad de horas que tuve que mover mi reloj, de pronto le restaban horas a mi vida.
Miré de nuevo el viejo reloj que traía en la muñeca, única herencia de mi padre, marcaban las ocho cincuenta y ocho de la mañana y el tipo buscaba desesperado el automóvil en el estacionamiento. Pienso en la probabilidad de que si este tipo es gallego la fama que les precede en todo el mundo sea poco más que un mero rumor. “Ya, venga que esta detrás de aquella furgoneta Renault”, con su acento español. Caminé hacía donde me indicaba, pude notar que había un tipo dormido en el automóvil siguiente al nuestro, tenía aspecto de no ser español, más bien parecía mexicano o de algún país latino, “Ecuador” pensé. “Venga déme su equipaje que ya lo ponemos por acá”. Al cerrar la cajuela del auto, la furgoneta Renault estacionada a un lado hizo explosión. Son las nueve y un minuto del treinta de Diciembre del dos mil seis. Al parecer el viejo y yo nos quedaremos a descansar en Madrid.

7E


Huele a alcohol de la noche anterior. Es un olor de derrota. Se mezcla con es profundo perfume barato de chica de burdel. Apenas puede mantenerse en pie. Las manos tiemblan, carecen de fuerza. Sus ojos delatan un rezago de sueño. Su cabello húmedo presume un vano intento de aliviar su resaca. Por fin logra posar su humanidad en el asiento. -7E- mientras intenta cubrir con su mano temblorosa el eructo que inevitablemente escapa de su boca. Apenas hemos despegado pero el ya ha bostezado en más de cinco ocasiones pero el sueño, profundo o ligero, no llega. Con cada bostezo deja escapar una bocanada de su terrible aliento a cenicero y a hielos derretidos en un cubo con restos de las cubatas que los borrachos no pudimos terminar, ya por el olvido, ya por el remordimiento o la conciencia. El solo quiere dormir, la sobrecargo le ofrece un vaso con agua y hielos. Él lo acepta, lo bebe de un trago. Con la mirada ida revisa los hielos, recordando. Armando un rompecabezas de piezas que poco o nada embonan entre sí. Mete la mano al vaso y saca un hielo. Lo pasa por sus manos, su frente, su cuello. Eructa de nuevo, el hielo cae debajo de su asiento. Sonríe buscando complicidad sin encontrarla. Cubre sus ojos con las manos. Si no supiera que esto es una resaca, pediría auxilio. -Seguramente mañana me sentiré mejor-.

Recaída.


Otra vez distrayendo la moral,
intentando olvidar la asquerosa naturaleza,
que no deja escapar.
Dos años después despierta de nuevo.

Como la mierda que flota
en las aguas residuales de las cañerías,
de las ciudades, de los países, de la mente.

De esa mente traicionera hija de puta,
de esa mente que cada día traiciona
las intenciones más puras de la bondad.

Juraba que eso se había ido,
que eso no estaba más ahí,
se había extirpado.
Juraba no ser el mismo de antes.

Ese extranjero en un lugar de fieles.
Ese desgarro me vuelve a joder.
Ese trago de alcohol en la sobriedad.

Dos años después se fueron al carajo.
Dos cuartos de hora bastaron
para recaer.

jueves, 25 de agosto de 2011

Un trágico... asunto.


Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando supe lo ocurrido. Unos tipos entraron a un casino, lo rociaron de gasolina y le prendieron fuego. Después de eso, las versiones cambiarían tanto como el número de víctimas inocentes. Tres fue el primer número que se publicó tanto en las redes sociales como en los medios electrónicos. Tres me parecía un número abrumador, sobre todo porque sabía que esas tres personas habían perdido la vida a escasas cuadras de mi casa. De la casa que resulta sagrada para mí.
Observé por una de las ventanas del edificio de oficinas en el que me encontraba y pude ver la columna de humo negro. Las imágenes en todos los medios me hacían evocar el mismo tipo de imágenes que guardo en mi cabeza sobre el once de Septiembre o sobre aquellas fotografías de Londres ardiendo en la segunda guerra. Y permítanme aclarar para no prestarme a malos entendidos. Me refiero a ese tipo de imágenes que te sacude los nervios, que te despierta, que te quema, que te jode.
Cuando llegué a mi casa después de sortear un tráfico evidentemente inusual y causado por la tragedia encendí la televisión. Todos los canales locales cubrían la nota. Reporteros hambrientos e insensibles a la tragedia hacían preguntas indiscretas, de evidente respuesta, de limón en la llaga, de morbo. Particularmente un reportero de apellido Plata, un imbécil. Cazando lágrimas. Causando lágrimas. “¿Entonces todavía no pierde la esperanza?” Le preguntaba a una mujer cuyo marido había quedado atrapado al interior de la casa de apuestas. ¿Qué esperaba oír el imbécil?
En mi cabeza comencé a imaginar aquellos momentos de pánico. Mientras escuchaba a políticos de todos los niveles rechazar su responsabilidad en el asunto, responsabilizar públicamente a algún otro funcionario ó simplemente jugar al típico cantinfleo político de no contestar con un sí o un no determinante y sencillo ante preguntas que no requieren la inclusión de un contexto para responderse. Pareciera que a todos los enseñan a no comprometerse con nada.
Es un hecho tan lamentable y que sin duda resquebraja el corazón ya de por si marchito y roto de todo México. Ya son cerca de veinte las familias que hoy llorarán por un ser querido en esta ciudad. Siempre hay alguien que gana con todo esto. La muerte se ha vuelto el más rentable de los negocios. Esta nueva herida jode más por el terror que causa.
Haciendo cuentas por fin, es la conjunción de todos los males que nos están llevando al carajo. La facilidad con la que, con dinero, se puede seguir en cualquier negocio conociendo al juez correcto. La impunidad con la que un séquito de imbéciles, que no caen en cuenta de las consecuencias de sus actos, del dolor que generarán, entra, con galones de gasolina ó granadas ó rifles de asalto, a un casino y le prende fuego con un mundo de gente al interior. Todo al filo de las cuatro de la tarde. La indiferencia después de que ese sitio había sido blanco de numerosos atentados con ráfagas de metralla en los últimos meses y seguía sin haber mayor vigilancia que cámaras de video.
Quisiera pensar que en su cabeza limitada, los imbéciles no lo planearon así. Que la idea original era sacar a todas las personas del interior antes de proceder a su conversión a cenizas. No sirve de nada, ya son más de cuarenta las víctimas. Y todo aquí, en una ciudad que quisiera meter la cabeza en la tierra y no saber más pero que ahora mismo teme que del agujero en la tierra salga algún depredador en busca de un poco de cualquier cosa que no sea suya. Una ciudad que duele. Una ciudad magnífica y generosa. Una ciudad en la que se cambiaron los sábados de borrachera durante la madrugada por los domingos de brunch seguro y sin riesgos. Una ciudad violada cada noche, y últimamente durante el día también, por unos cuatro mil idiotas que con sus armas nos atemorizan a los otros cuatro millones que la reconfortamos cuando por las mañanas levanta la frente, remienda los harapos que una vez fueron vestidos de gala y se cubre de gente trabajadora, dispuesta a olvidar y sobrevivir.
“¿Usted se compromete de manera personal señor gobernador a que se castigue a los responsables de este hecho?”. “Joaquín, mi gobierno pondrá todo lo que esté a nuestro alcance para resolver este trágico… asunto y deslindar responsabilidades”.
Son las 11:57 de la noche de este día que duele. El segundo piso del casino que fue testigo de la tragedia de hoy, ya se ha desplomado. Suman 53 muertos. El cielo retumba y llueve. Ojalá que el agua pudiera lavar estas heridas.

Si he de ser honesto...

Si he de ser honesto, yo no era como dice mi diagnóstico en la tabla esa que tienes en las manos. Yo la toleraba, incluso la quería, no se si como se quiere a un perro porque nunca tuve uno, me dan asco por sucios, algunos se comen su propia mierda, coprofagia creo que la llaman los que saben de esas cosas. Bueno yo la toleraba después de que nos casamos. Distinto de lo que te habrán mencionado los médicos y las enfermeras a mi solamente me gusta ser ordenado, me gusta saber dónde están las cosas y me gusta que estén donde las dejo. Por ejemplo, aquella vez que ella declaró que le pegué, cuando terminamos por primera vez en una comisaría, se lo había pedido ya siete veces “cuando el papel higiénico se acabe por favor coloca uno nuevo”. Creo que no es pedir demasiado, ella me ha sacado de mis casillas, ¿cómo íbamos a limpiarnos el culo? Bueno pues eso, ella no entendía la importancia de esos pequeños detalles. Le pedí veintidós veces durante nuestro matrimonio que colocara las latas en orden y con la etiqueta viendo hacia el frente, eso no es un capricho mío, es para localizar más fácilmente las cosas dentro de la alacena, la abres, echas un vistazo y localizas lo que andas buscando, no necesitas mover nada. Una vez compré unos botes  con la intención de separar la basura, reciclarla y esas cuestiones porque yo soy un comprometido con el planeta. Ni eso me salvó de caer acá. Bueno pues eso que de cualquier manera seguía echando toda la basura en un mismo bote, no se requieren conocimientos de física cuántica para separar papel y cartón, vidrio, plástico y desechos orgánicos. Figúrese usted que era una monserga ver alguna película, siempre había que verla por partida doble porque la señora se quedaba dormida en algún pedazo, ¿qué culpa tengo yo de reinvertir mi tiempo en ver algo que ya he visto? Una monserga de verdad. Siempre me preguntaba porque mi obsesión de limpiar los electrodomésticos, pues claro que es obvio seguramente para usted que es una persona sensata pero no para ella. Pues hay que limpiarlos porque se ensucian, ¿la lavadora y la secadora también se ensucian sabe? Ah no pero no para la señora, para ella no se ensucian. ¿Es que usted no está de acuerdo conmigo? ¿Es que acaso me considera muy exagerado? Y además la doña se molestaba porque le hablaba con este tono, ¿considera usted que sea un tono agresivo? ¿lo considera acaso? No, es necesario que me pida que me calme, espere, es que ya se retira, pero apenas hemos charlado unos minutos. Le estoy siendo honesto solamente. Pensé que era usted una persona cuerda como yo. Lárguese que igual me da y dígale que me importa muy poco que me mantenga acá encerrado.¿ Acaso cree que ignoro que es ella quien me tiene acá encerrado? Por lo menos sea respetuoso y contésteme, no me ignore. No me ignore le digo. Mire ya me he tranquilizado, no es necesario que me siga ignorando. ¿Carajo es que es usted un jodido muro? ¿ó es que yo estoy pintado? Váyase al carajo. Váyanse todos al carajo. Aquí yo estoy muy bien, eso me saco por serle honesto por una vez.

El día que el mundo dejó de burlarse.

Siempre me burlé de todos. Incluso de las cosas más comunes buscaba un motivo o un contexto para que me parecieran ridículas, sin sentido para mi lógica, para mi mundillo. Así como yo, todos se convirtieron en “showman” de su pequeño e íntimo espectáculo de comedia sobre los demás. Sobre todos los que nos rodeaban. Así fue como todo empezó. Los poderosos y acomodados se reían de los jodidos. Los jodidos se reían de las estúpidas preocupaciones de las esposas de los ricos. Los heterosexuales de los homosexuales, los homosexuales de los fanáticos religiosos de mente cerrada y de sus parejas insatisfechas, infelices. Los devotos de los pobres ateos. Los famosos de los desconocidos y los desconocidos de los escándalos que los famosos protagonizaban con tal de conservar su estatus. Los seguidores del equipo de fútbol vencedor de los derrotados y los derrotados de cualquier forma encontraban a alguien de quien burlarse. Así fue como nos encerramos, nos individualizamos y nos volvimos solitarios. De vez en cuando nos abríamos con alguien cercano, pero solamente para compartir la burla sobre algún tercero. Algunas burlas eran tan ácidas que comenzaron a repercutir severamente en la sociedad. Los que eran sorprendidos en algún acto vergonzoso preferían terminar con su vida antes que tolerar su imagen expuesta en cualquier medio, o en todos. Más gente comenzó a morir por su propia mano que incluso los escandalosos números de víctimas que involucraban al crimen organizado. Hace más de cien años que se reportó el suicidio de un joven estudiante después de ver un video que lo captó besándose con su pareja sentimental y compañero de cuarto. Nadie sabía hasta ese momento las preferencias sexuales del chico, tal vez ni él las tenía claras. Hoy alrededor del mundo la principal causa de muerte es a mano propia. No hay una vacuna contra el suicidio. Todos sabemos que algo anda muy mal y nadie hace nada. Nos importa demasiado lo que piensan los demás como para hacer algo, nadie quiere ser el centro de atención, nadie quiere ser el blanco de las burlas. Todos sabemos que si nos equivocamos podemos terminar ahorcados en cualquier recámara de nuestra casa, ahogados en alguna tina, con un tiro en la sien y las manos repletas de pólvora. Ya no se ve más producción de nada. Los artistas, hartos de ser la comidilla de los críticos, pararon de pintar, fotografiar, escribir, cantar, componer. Al no poder expresarse como usualmente lo hacían, todos los demonios y musas los carcomieron por dentro. Desaparecieron. Los maestros no toleraron más los apodos que sus alumnos les acomodaban por sus errores, sus aciertos o su mero físico. Los alumnos nos pudieron lidiar con sus inseguridades y las escuelas quedaron abandonadas. El resto de la gente dejamos de confiar en los demás y los demás hicieron lo propio. Ciertamente nuestra tierra ganó. Mi padre me contaba que cuando era niño, la naturaleza estaba por desparecer, era inminente la extinción de cientos de especies animales. Hoy la naturaleza nos envuelve. Hace cien años se decía que si las abejas se extinguían la vida en el planeta Tierra se acabaría en menos de cuatro años, en cambio, si la raza humana se extinguía el resto de las especies animales, la vegetación y cualquier forma de vida con domicilio en esta ubicación de la vía láctea se vería beneficiada. Hoy comprobamos esa hipótesis. Cien años tardó la tierra en reverdecer, cien años tardamos en destruirnos. Cada día que pasa nos acercamos, los que quedamos, a un nivel de locura asfixiante. Ya no queda más con que distraernos que con viejos libros de escritores que ya están muertos y a quienes poco les importa ser criticados, películas que reflejan un modo de vida que no existe más y que probablemente no volverá. Quienes dominan este lugar son los comediantes. Son aquellos a los que no les importó que la gente se riera de ellos, de lo que hacían. Entonces, y esto es lo que me ha animado a escribir estas líneas, entonces fue cuando yo, tan solitario, aislado e insignificante hice algo ayer por la mañana. Me desperté repasando lo que ya les he platicado y decidí ir contra la norma socialmente aceptada por todos los seres humanos que aun poblamos este planeta. Decidí dirigirle la palabra a una mujer, intenté, y recalco el intenté porque fue un intento, por cierto terrible, entablar una conversación. Llevamos más de quince años sin dirigirnos la palabra, por el miedo, por la vergüenza, por estúpidos. La saludé envalentonado esperando lo peor, ella primero balbuceo, guardó silencio un momento y justo cuando pretendía olvidarme del asunto, diagnosticar a la raza humana como una causa perdida y pegarme un tiro con la única bala que le queda a la vieja Smith and Wesson que mi padre usó para quitarse la vida, ella respondió mi saludo. No paso más, el día transcurrió como todos los días, vagué un rato escondiéndome de las miradas de los demás pero seguro de que mi encuentro de la mañana pararía tan solo en la crítica de la mujer. Por la noche volví a mi casa y no pude dormir pensando en su expresión de sorpresa y su balbuceo y su saludo. La mañana me alcanzó despierto y después de acicalarme esperé a que la mujer hiciera su aparición como todos los días. Cuando la vi venir salí a su encuentro. Cruzamos las miradas y nos saludamos al mismo tiempo. Continuamos unos pasos más y volvimos esos mismos pasos. Nos miramos de nuevo y comenzamos a hablar. Descubrimos que teníamos cosas en común y acordamos cuidarnos para que el resto no supiera sobre este par de encuentros y los que seguramente tendríamos. Tuvimos una despedida amable un par de horas después de estar hablando y escuchándonos. Al irme a casa supe que la mujer guardaría nuestro secreto. Ella podía estar segura de que yo lo haría. Volvimos a confiar en alguien.

Súbete y echa el arma atrás...

Esto fue lo que pasó. Voy manejando mi auto a eso de las doce de la noche. Para una ciudad que nunca dormía no me parece una hora en la que cosas peligrosas puedan pasar. Ya voy de vuelta a casa, de donde provengo no es importante pero con el fin de detallar más las cosas, venía de visitar a una chica. Ahora que lo pienso todo esto pudo pasar por culpa de ella. Si no hubiera pasado toda la noche halagándome. “Qué inteligente eres”, “¿de dónde sacas todas tus historias?”, “¿cómo se te ocurre todo eso?” fueron frases que repitió toda la velada. Aceleré un poco pues el semáforo estaba a punto de cambiar a rojo.  Dudé un momento entre parar o acelerar. Aceleré. La luz del siguiente semáforo, una cuadra adelante, me obligó a detenerme. Bajé el vidrio y encendí un cigarrillo. Me llamó la atención que una camioneta que disfrutaba los beneficios de la luz verde del semáforo no avanzó sino que se quedó bloqueando mi paso. Se baja un tipo con un arma larga, larguísima. En realidad no era un tipo, era un jovencito, tal vez ni siquiera era mayor de edad, pero en ese momento no me preocupaba su edad sino el arma que cargaba. Tan pronto como saltó de la camioneta esta arrancó. Se acercó hacia mí y me gritó “bájate cabrón”. Un poco nervioso y hablándole desde la ventanilla del coche le respondí “entre gitanos no nos leemos la mano”. El chico abrió los ojos como intentando adivinar que significaba lo que le había dicho. “Echa el arma atrás y súbete cabrón, antes de que lleguen los azules” le ordené. “No, no, no cabrón, ¡bájate!” dijo nervioso mientras acomodaba su arma que en mi opinión lo hacía parecer fara fara con guitarra y a punto de arrancarse a cantar. Me apuntó. “No hagas pendejadas, échala atrás y súbete, éste venía con premio, me lo acabo de chingar y trae una botella de vino, te estás tardando y nos van a chingar a los dos”. El niño sabía que podría estar mintiendo acerca de todo, pero que pronto pasaría alguna patrulla y al verlo con un arma de fuego comenzaría una balacera donde lo más probable es que el cayera abatido por las balas de la ley. De cualquier manera, por si no lo sabía, le hice saber toda esta versión. El chico dudó, giró la cabeza y no vio más la camioneta de sus colegas. No le quedaban muchas opciones. “Echa el arma atrás en el piso para que no se vea” le dije mientras abría la puerta de atrás del auto. “Vente para acá adelante para ir cotorreando”. El chico echó su arma, subió al auto y se tranquilizó. Quién carajos iba a pensar que una noche tan buena se jodiera de pronto invitando a un narquito a dar la vuelta por la ciudad. A decir verdad tampoco es que hubiera sido tan buena, Cecilia no era de lo más inteligente y tampoco era de las chicas que suelen “prestar el equipo” en las primeras citas. Me cagan esos paradigmas, yo no la hubiera juzgado de fácil si me hubiera dado las nalgas en esta segunda cita, es más ni siquiera la habría juzgado si me las hubiera proporcionado en la primera. Ah no pero esta tenía que salir apretada, apretada y tonta. “¿Y ya buscaste a ver que más trae?” me preguntó el chico ya con su voz original y no esa voz ronca que había fingido para hacerme bajar del auto. Su tono lo hacía parecer aun más niño. “No, solamente la botella que está ahí en el piso” le respondí mientras señalaba la ubicación e intentaba darle la menor importancia al hecho de traer un miembro de las nuevas generaciones del crimen organizado dando una vuelta por la ciudad. El chico empezó a buscar en la guantera, en la consola, hizo un tiradero de papeles en el piso y un impulso en mi salió “no, no mames, no hagas ese pinche tiradero”. El chico extrañado hizo un ademán como intentando tomar el arma. “No, no, mira tranquilo te explico, yo, como puedes ver me visto distinto, me robo distintos tipos de auto de los que normalmente robamos, la idea es que si me detienen en un retén todo parezca tan normal que los haga creer que el coche es mío, si ven un tiradero, sospecharán que hay algo raro”. Al parecer mis palabras fueron convincentes pues el chico de nuevo se calmó y guardó todos los papeles de la guantera. Encontró una crema para bolear calzado color café y me preguntó que si yo sabía para que chingados era eso. Le expliqué. Hubo un silencio, tomó uno de mis cigarrillos y lo encendió. “¡Oye cabrón!, se piden las cosas” le increpé, solamente para demostrar mi autoridad, por lo menos en ese automóvil. “Ni que fueran de mota” me respondió y siguió fumando. Di vuelta en la siguiente salida para después tomar la avenida principal y cruzar toda la ciudad. “¿Tienes pendientes para hoy?” pregunté, como si su trabajo fuera similar al de mi oficina con pendientes, juntas, entregas, análisis. “No, ya nos íbamos pero le dije a mi patrón que me dejara dar la vuelta en esta nave y me dijo que si” de verdad sí tenían pendientes. “Pues ya la estás dando y con todo y chofer cabroncito” y sonreímos. Al girar con rumbo a la zona de los bares, antros y cabarets el supuso hacia dónde nos dirigíamos y me lo cuestionó, me dijo que él no tenía permiso de sus jefes de andar por ahí. “Andas conmigo” le respondí. Me estacioné y el chico muy nervioso me pidió que mejor nos fuéramos de ahí. “Está bien, ¿no que muy machito?” Al dar la vuelta nos topamos con un retén. “Tranquilo cabrón, te quedas callado y yo hablo, escondiste bien el arma ¿verdad?” Asintió con la cabeza. “Buenas noches jóvenes, es un retén de rutina ya sabe” nos dijo el oficial. “Si oficial”. “¿Vienen tomando?, ¿El auto es suyo?, ¿hacia dónde se dirigen? “No”, “si”, “a la casa a descansar” respondí. El oficial asomó la cabeza y vio al narquito, “¿y este chamaco?” “Es mi carnalito, viene de una fiesta de disfraces, según él se fue de cholito”. “¿Su hermano? No me suena eso joven usted es blanco y el pues no tanto” dijo suspicaz el oficial de policía. “Si poli, mire” dije estirando la mano a la guantera y tomando la crema para bolear los zapatos. Embarré un dedo en la crema y el oficial sonrió. “Le quedó muy bien, pásele, que descanse”. Agradecí al policía y el chico a su vez me agradeció a mí mientras quedaba notablemente sorprendido de mi habilidad para escurrirme de la ley. Le dije que estaba cansado y que quería ir a encerrar el carro e irme a dormir, me indicó que lo llevara a una colonia, la más conflictiva. Al entrar en el barrio donde habitaba, me pidió que me detuviera. Se bajó del auto, bajó el arma y disparó tres veces al aire. Nunca había escuchado un arma detonar, por lo menos no tan cerca de mí. Subió de nuevo. “Ya saben que ya llegué, no vas a tener pedos”. Lo llevé hasta una casucha. El chico sacó de su bolsa una paca de billetes de todas denominaciones dólares y pesos. Me tiró la mitad en el asiento que recién desocupaba “gracias Jaime, por tus servicios, estuvo chido” y se rió. Dejó el arma en el asiento de atrás. “Tu guitarra fara fara” le grité. Solo hizo una seña con la mano indicándome que me la quedara. Salí de ahí.