jueves, 25 de agosto de 2011

Costras

Cuando era pequeño me gustaba comerme las costras que cerraban mis heridas. Lo disfrutaba muchísimo, aunque no tenían un sabor reconocible me gustaba degustarlas. Incluso hubo ocasiones en las que me infringí heridas solamente por esperar cosechar alguna costra. No me malinterprete, en realidad no es que me hiciera daño yo solo como un loco, no, nada de eso, simplemente no evitaba los accidentes. Permítame ejemplificar mejor. Cuando estaba en la primaria, siempre fui muy malo para los deportes, pero en aquel entonces era particularmente malo para todos y en todas las posiciones. Estaba en un colegio privado. Normalmente los colegios privados son los peores en todos los deportes, a diferencia de las escuelas públicas donde los chicos no temen perder una pierna por meter un gol. En los colegios privados digamos que todo es, por ponerlo de alguna manera, mucho más civilizado, afeminado dirían los estudiantes de escuelas públicas. En fin, incluso jugando al futbol de manera civilizada era pésimo. Además de ser malo, cabe aclarar que, a diferencia de los otros chicos de mi colegio, yo era particularmente bajo, particularmente relleno y particularmente más moreno. Si así es, tampoco era agraciado, ni siquiera simpático. Como era de esperarse en los partidos de futbol permanecía casi todo el tiempo en la banca, excepto cuando mi papá iba a verme jugar. Tan pronto el entrenador y mi papá cruzaban miradas, el tipo me ordenaba que calentara para entrar al partido. El resto de los días que papá no iba a verme yo lo pasaba jugando con la tierra de las jardineras que rodeaban la cancha, hacía montones de tierra, los hacía parecer montañas, una vez incluso formé una cordillera entera en algún juego que llegó a los tiempos extras. Recuerdo una ocasión en particular en la que llegó mi padre a presenciar el partido, me buscó entre los jugadores y no me encontró. Me vio al fondo metido entre las jardineras, cruzamos las miradas y de inmediato me puse a calentar, el entrenador no demando mi presencia para darme cualquier cantidad de indicaciones ininteligibles como siempre lo hacía. Llevábamos meses sin ganar un solo partido y finalmente este partido lo ganábamos por un gol a cero.  No sé cuánto faltaría para que terminara el encuentro pero el entrenador ignoró por completo durante unos minutos a mi papá. Por fin la mirada fue más fuerte que la necesidad de ganar del entrenador. Buscó mi regordeta figura y me llamó a entrar al campo. Sorprendentemente sacó a su segundo mejor delantero y me metió a jugar en esa posición. Yo de delantero, eso sí que era algo para recordar, siempre jugaba en la defensa, nadie se acuerda de los defensas. Intenté enfocarme por primera vez en el futbol. Recuerdo que estaba entre los dos recuadros que se pintan cerca de las porterías. Alguien gritó mi nombre, y luego más gente gritó mi nombre, vi como la pelota botaba muy cerca de donde yo estaba, el portero salió a la búsqueda del balón. Ahí vi la oportunidad, corrí como nunca y me barrí. Escuché como todos gritaron gol. Yo, yo sólo me lamenté por el dolor un momento, vi mi rodilla y sangraba. Sonreí porque sabía que esa herida traería como resultado una enorme costra. Por cierto, los que gritaron gol fueron los del equipo contrario. Ese día empatamos el partido uno a uno. Al día de hoy sigo disfrutando arrancarme una costra para degustarla, sin embargo es un placer muy privado, tan privado como el tipo de pornografía que disfruta un hombre o tan privado como las caricias de una mujer al ver su cuerpo antes de tomar un baño. Así de íntimo es para mí el comerme una costra, así que le ruego se sienta muy honrada ya que es algo que no comparto todos los días ni con todas las personas.

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